Martyrologium romanum ex Decreto Sacrosancti Æcumenici Concilii Vaticani II Instauratum auctoritate Ioannis Pauli PP. II promulgatum es el largo título de un catálogo de mártires, beatos y santos de la Iglesia Católica publicado por primera vez en 2001 por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos merced al decreto Victoriam Paschalem Christi de Juan Pablo II. La segunda y última edición realizada hasta la fecha fue en 2005 y en ella se reseñan alrededor de siete mil nombres. Entre ellos no figura uno que, sin duda, es el santo más inaudito de la historia: San Guinefort, cuya devoción se inició en la Edad Media.
La razón de esa omisión en el martirologio radica en que, aunque a San Guinefort se le adjudican algunos milagros y su tumba se convirtió en lugar de peregrinación durante siglos, al menos en Francia desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XX, en realidad nunca contó con el beneplácito de la Iglesia por una razón decisiva: era un perro. Para ser exactos, un lebrel o un galgo que pertenecía al señor de Thoire y Villars, correspondiente a la actual localidad de Villars-les-Dombes, en la región de Auvernia-Ródano-Alpes.
La historia fue recogida y narrada en el año 1250 por Étienne de Bourbon (a menudo españolizado como Esteban de Borbón), un inquisidor dominico que gozaba de cierto prestigio en su época por ser el autor de un Manual del inquisidor y sobre todo del Tractatus de diversis materiis predicabilibus, una recopilación de tres millares de fábulas moralizantes a las que por entonces se solía recurrir como método didáctico de la doctrina religiosa; muchos autores importantes recurrieron al exemplum (o a los exempla, en plural) para sus obras literarias, caso de Petrarca, Bocaccio, Geoffrey Chaucer o nuestro Don Juan Manuel.
Pero volvamos a los hechos. Según el fraile, Guinefort era un perro que vivía en el castillo del citado noble, no lejos de Lyon. Un día el caballero salió de caza y cuando regresó se encontró un terrorífico panorama en la estancia de su hijo, un bebé de pocos meses: la cuna estaba volcada y las sábanas esparcidas por el suelo con manchas de sangre. Acudieron corriendo su esposa y una criada pero no se veía al pequeño y, en cambio, cuando Guinefort se acercó a su amo para saludarlo éste vio que también tenía el hocico ensangrentado.
El señor de Villars dedujo, horrorizado, que el perro había matado y devorado a su vástago. Presa de un ataque de cólera y desesperación, desenvainó su espada y descargó un mandoble sobre el animal, decapitándolo en el acto y arrojando su cuerpo a un pozo… y entonces se oyó un llanto. El bebé se encontraba bajo la cuna volcada, oculto entre las desordenadas mantas y además sano y salvo, sin presentar ninguna herida. No se podía decir lo mismo de una víbora que había junto a él, muerta, desgarrada evidentemente por las fauces del perro. La sangre que había en éstas era del ofidio.
Guinefort no sólo no era culpable sino que, leal a los suyos, había protegido al niño de la serpiente. Consternados por el error, el caballero y su mujer decidieron enterrar al animal de la forma más digna posible, rellenando el pozo, cubriéndolo con piedras y plantando varios árboles alrededor, de manera que constituyó un auténtico santuario. Porque, enterados del incidente, los lugareños empezaron a acudir a la tumba para honrarlo, ya que lo consideraron un protector de la infancia. Así nació una insólita veneración popular.
Recreación del episodio en un antiguo grabado
La cosa fue in crescendo y la gente llevaba a sus niños al sepulcro para que el espíritu de Guinefort los sanara o cuidara de cualquier mal, tal cual se hacía con los santos normales de la Iglesia. A ésta no le hacía gracia aquella situación y menos aún que se refiriesen al perro como santo, después de que se le atribuyeran algunos milagros, así que siempre intentó poner fin a esa superstición, a veces prohibiendo de forma expresa lo que ya alcanzaba la dimensión de culto local.
De hecho, el citado Étienne de Bourbon oyó hablar de esta costumbre en varias confesiones cuando predicaba en Lyon y decidió comprobarla personalmente. Su testimonio, contado en la obra De superticione, no fue muy positivo porque la devoción de la gente se mezclaba a menudo con ritos que prácticamente rozaban el paganismo: «Fueron seducidos y a menudo engañados por el Diablo, quien esperaba de esta manera conducir a los hombres al error».
El inquisidor destacaba especialmente a las mujeres que llevaban a sus niños enfermos o pobres a una anciana establecida allí, la cual realizaba advocaciones demoníacas y hacía ofrendas con sal, colgando luego las ropas de los pequeños en zarzas (hubo etnólogos que atestiguaron ver ramas llenas de prendas anudadas en una fecha tan tardía como 1879), antes de colocar a los bebés desnudos en huecos de los troncos de los árboles, conjurando después a seres de la naturaleza para que se llevasen los males y trajesen salud. Luego las madres tenían que encender unas velas situadas a cada lado de sus pequeños y dejarlos así toda la noche, sumergiéndolos al día siguiente nueve veces en el río hasta quedar inmunizados. Al parecer, alguna vez las llamas provocaron accidentalmente incendios y con ellos la muerte de los bebés; tampoco faltaron ocasiones en las que los lobos los devoraron durante la noche.
Algunos investigadores sugieren que quizá se trataba de un infanticidio deliberado -matar a los hijos recién nacidos que no se podían mantener fue una terrible realidad en Europa durante siglos-, al que se dotaba de una envoltura ritual para que sus padres pudieran autoexculparse psicológicamente. Pese a todo, Étienne de Bourbon no estimó oportuno procesar a aquella gente, a la que consideró víctima de su propia ignorancia, esforzándose en convencer a las familias de no dejar expuestos e indefensos a sus hijos de aquella manera a cambio de ser permisivo con la devoción a Guinefort y con la magia simpática.
Lo cierto es que no se trata del único caso de protagonismo canino en leyendas religiosas. Ésta en concreto se ha vinculado con la del perro de San Roque, el santo que dedicado a cuidar de enfermos de peste resultó contagiado y fue expulsado a un bosque, donde hubiera perecido de hambre de no ser porque su can le llevaba comida; la tradición atribuye al animal el nombre de Guinefort, aunque la historia de San Roque fue un siglo más tarde, en el XIV, lo que indica que el nombre se basaría en el anterior.
Asimismo, la leyenda francesa se parece bastante a otra que hay en el noroeste de Gales sobre un perro llamado Gelert, protagonista de un cuento popular titulado Faithful hound (El sabueso fiel), en el que Llywelyn el Grande, príncipe de Gwynedd, mata a su perro Gelert (regalo del rey inglés) después de una confusión como la del caso de Guinefort, sólo que sustituyendo la serpiente por un lobo y adornando el relato con típicos elementos fantasmales británicos, como que en los alrededores de la tumba (que, por cierto, daría lugar a la formación del pueblo de Beddgelert) se oía el aullido lastimero del animal moribundo.
San Esteban y San Cristóbal en un icono ruso del siglo XVII/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
La moraleja es deducible fácilmente (ensalzamiento de la templanza frente al pecado capital de la ira) y a nadie se le escapará el carácter metafórico de algunos elementos: con el tiempo, del castillo del colérico caballero sólo quedó la improvisada tumba de Guinefort; al galgo se lo tenía por un tipo de perro noble en todos los sentidos, la serpiente era un símbolo del demonio para el cristianismo desde su mismo origen y el lobo formaba parte del bestiario maligno popular en tiempos en los que abundaba mucho más. De hecho, tanto el de Guinefort como el de Gelert son argumentos de leyendas folklóricas extendidas por casi todo el mundo con ligeras variantes; por ejemplo, en la India es una mangosta la que libra al bebé de una cobra, mientras que en Malasia los animales protagonistas son un oso y un tigre respectivamente.
En cualquier caso, la tradición de la devoción a San Guinefort continuó a despecho de las medidas adoptadas para ponerle fin (exhumación y quema de sus restos junto con la destrucción del lugar y amenaza de multa a quien volviera a reunirse allí), hasta que en la década de los treinta del pasado siglo terminó por diluirse por sí misma. Más tarde se descubrió que Guinefort habría sido un santo humano que vivió en algún momento entre los siglos VIII y XII del que apenas se recuerda nada salvo ciertas concomitancias en su muerte con la de San Sebastián (es decir, asaeteado) y que era considerado protector de la infancia ante la enfermedad, celebrándose su fiesta el 22 de agosto. Esta fecha coincide con el período estival en el que la estrella Sirio, representada por un can, sale al mismo tiempo que amanece; hay otros santos que se asocian a ese astro y que suelen ser representados artísticamente con cabeza de perro, caso de San Cristóbal.
Fuentes: De superticione. On St. Guinefort (Étienne de Bourbon; Fordham University)/A faithful hound (Colin Dickley en Lapham’s Quaterly)/Christianity. A global history (David Chidester)/Holy dogs and asses. Animals in the christian tradition (Laura Hobgood-Oster)/Wikipedia